Por José Gabás.- Al mediodía del sábado Marta te espera a la salida del metro Legazpi. Has dormido poco. Siempre pasa eso. Marta fue una de tus mejores amigas en aquellos años de cafetería en la facultad, risas apagadas en la biblioteca, litronas compartidas, acampadas solidarias y besos furtivos. Ahora ella sobrevive atrapada en la tela de araña de las circunvalaciones madrileñas, gracias a contratos precarios, y cierta obstinación emprendedora. Apresada por la burbuja inmobiliaria de una urbanización a medio construir y a medio pagar, a media hora de Madrid. Hoy has decidido ejercer de caballero andante que libera a la princesa de sus mazmorras, a golpes de ocho tiempos y pasos sincopados, aunque ahora a ella el papel de princesa igual no le guste.
Madrid esconde caras nuevas y maquillajes coquetos esperando ser desvelados. Toda la escena Swing se traslada más al Sur, a Madrid Río. Algunas ciudades han sabido guardar y reciclar parte de su patrimonio industrial, ese que no huele a incienso ni velas, a capas o coronas doradas, sino que está empapado de sudores, vísceras y sangres. El antiguo Matadero hoy en día es un invernadero de talento creativo. El sol cae a plomo entre las vetustas naves de ladrillos rojizos y cenefas de cerámica. Una vez más te sientes arropado y esta vez es ese mudéjar moderno tan familiar al de las torres de tu ciudad, tan sencillo y pobre, sin oropeles ni mármoles.
La nave de Terneras es un lugar original para bailar. Podrías hacer metáforas fáciles entre lo que ves ahora y las carnes descuartizadas décadas atrás.
Marta queda hechizada por la música. Ella te descubre Madrid, y tú le descubres el Lindy. Os descubrís los dos, como hace ya tantos años. Dentro, las terneras bailan felices en un escenario que ya no volverá a ser sangriento. Las camisetas se pegan a la piel, los brazos brillan perlados de sudor, y las zapatillas chillan frotándose contra el suelo. En un momento determinado la gente se amontona formando un gran círculo.
-Mira, es una Jam -explicas.
-¿Una jam? ¿Una mermelada? -Marta sabe inglés.
Sobre una rebanada de madera, o de cemento, los bailarines extienden sus pasos más dulces, con los colores más vistosos. Una Jam es un sistema solar con una pareja en el centro brillando como una estrella y unos planetas a su alrededor, girando, aplaudiendo viviendo para ellos. Marta todavía no comprende nada, pero siente que hay algo telúrico, una especie de movimiento sísmico cuyo epicentro se sitúa en el interior de ese círculo tribal. La sorprendes uniéndose a las palmas. Justo entonces descubres a Iker y Lydia dispuestos a emprender ese viaje al centro de la tierra y se lanzan, al final de un break, como kamikazes. Nadie les conoce y todos aplauden. Una mirada basta para obtener el permiso de invasión, nadie pide los papeles, nadie los pierde porque nadie tiene un papel aquí. No hay protagonista principal, ni aprendiz, ni maestro, ni capitán, ni vasallo. Dicen que una sonrisa mueve 17 músculos. Sin embargo en las fotos apenas podrás ver tensiones en las carótidas o frentes fruncidas. Tan sólo la oscilación de melenas (como en anuncios de champú), y los brazos flexionados en actitud receptiva, como esos muñecos semiarticulados con los que jugabas de pequeño. Sabes que una Jam tiene sus reglas, se aplaude en los pares, y entras en el primer ocho de un chorus justo cuando está saliendo la otra pareja. Deberían instalarse metrónomos en lugar de marcapasos para ir por la vida al compás, y entrar en el 1. Sin embargo ni la vida ni la música es siempre así, y tú y tu corazón padecéis de arritmias emocionales. Ahora mismo te sientes carente de habilidades para unirte a la fiesta y sin embargo desearías precipitarte, abandonarte a la atracción que ejerce ese círculo en ti, como la de un imán sobre la morralla.
Por suerte o por desgracia Marta te saca de tu ensimismamiento y te recuerda que has quedado con ella para comer. A Franky Manning pones por testigo de que jamás volverás a estar quieto en una Jam.
Esta vez sois todos puntuales. A las diez de la noche, San Antonio de la Florida, su verbena verdadera del barrio real con borrachos reales, hierve en ebullición al fuego del sábado noche. Natalie lleva un vestido azul marino moteado por pequeños topos blancos a juego con la flor que brota de su melena recogida. Lydia ha llegado acompañada por sus anfitriones, unos hoppers madrileños que le han dado alojamiento en su piso de Chamberí. Se tratan con la familiaridad de unos peregrinos que comparten destino. Se intercambian abrazos y números de teléfonos, se cuentan batallitas como los abuelos en los asilos. La Cha3 está de nuevo preparada para la contienda. Esta vez eres Don Quijote bailando frente a El Molino Big Band. Una Big Band es un delirio musical, y más en estos tiempos de eficiencias económicas y resultados explosivos. Es un despilfarro cuyos componentes no caben en un Twitt de 140 caracteres ni en una fiesta de cumpleaños. Te arrancas a bailar con la prudencia del corredor de fondo, sabiendo que la meta queda muy lejos, que incluso puede no haber meta, ni siquiera camino, tan solo una estupenda pista de baile con su suelo de madera.
Apenas a un metro de ti reconoces esa sonrisa, la mirada traviesa, una coleta juguetona, la has visto en vídeos de Youtube. El paso del miércoles, la Uma Thurman del Swing. Vuestros ojos se tropiezan.
-¿Bailas?
Es así de sencillo. Una palabra tuya bastará para sanarme.
-Sí.
Vincent Vega y Mia (la esposa de Marcellus Wallace) participan en un concurso de baile, en un restaurante rockabilly de Los Angeles. Aunque aquí tú y Uma estáis rodeados de decenas de parejas te sientes igual que Vincent y sabes que tu papel es actuar para que ella se divierta. Su gesto es alegre y la música os transporta en el tiempo y en el lugar, aunque no haya ninguna necesidad y tú te encuentres aquí como en el paraíso. Ya lo dijo el cantante, de Madrid al cielo.
Es tiempo para el concurso. Iker no pasó la fase preliminar a pesar de ser un incombustible hopper. -Aquí hay nivel, tío -te dijo, resignado. Pese a lo cual, es el primero en sentarse para aplaudir y llevar el ritmo con las palmas. Con los diez finalistas se forman aleatoriamente cinco parejas. Una Jack’n Jill es un concurso democrático y asambleario de baile. No existen estrategias ni coreografías previas. Las parejas se forman azar y los concursantes han de adaptarse mutuamente a sus circunstancias, las experiencias y expectativas del otro, igual que ocurre en la vida donde tú no eres más que un peón colocado al azar en una casilla frente de otras piezas como tu familia, los vecinos, los compañeros de trabajo, o el amor. Y sólo cuando te los encuentras delante es cuando comienza ese baile que es la vida.
Alguien te hace notar que una mujer ejerce el papel de líder, generalmente representado por hombres. Se llama Claire de Broche, la segunda francesa en este relato. Cómo te alegras de que doscientos años después, al final hayan tomado Madrid, y ellas, las francesas, las gabachas, con su laicismo y savoir faire, venzan en el campo de batalla de la pista del baile, sin napoleones ni borbones, con una capacidad de liderazgo que ya hubieran querido ejercer mariscales y generales. Claire queda en segundo lugar y consigue un premio que la llevará meses después a conquistar también tu ciudad. De paso rompe estereotipos, trunca esquemas preconcebidos, y se sale del papel en el que los roles y el género van de la mano. Con ella sabes que puedes pasar de un lado al otro, que se acabaron las excusas para no bailar.
Son las cuatro de la mañana. La batalla continúa y tú has enterrado dos camisas ahogadas en sudor. El aseo de caballeros parece el camerino de un vodevil. Piensas que nunca beberás el suficiente líquido que necesitas para reponer lo sudado. En la pista se baila a ritmo de kicks, sin contemplaciones ni treguas. Después de haber agotado todo el arsenal de tus pasos te sientes indefenso de nuevo ante Natalie, cuando de repente caes ante una ráfaga de sus swivels a quemarropa.
Esta es la segunda entrega de la Crónica del Madrid Lindy Exchange. Pronto, la tercera y última.
Aquí puedes leer la primera
La Batalla. Crónica del Madrid Lindy Exchange. Día 1
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