Por Sara Paracuellos .–
II Madrid Lindy Exchange, junio de 2015

Comencé a bailar lindy hop hace 3 años y cada vez está más presente en mi vida. Ya no concibo un viaje sin pasar por una pista de baile. Ya no me apetece salir de marcha si no van a pinchar o tocar swing allí donde vaya, y hasta mi tono de despertador es un tema de hace casi un siglo de antigüedad.
Soy una yonky de los festivales: clases por el día, fiestas hasta las tantas de la noche, lunes de ojeras, con la resaca de satisfacción recorriéndote todo el cuerpo y agujetas en lugares donde no antes no sabía que había músculos.
Pero nunca había probado un Exchange. ¿Y eso qué es? Un Exchange se centra en el social, en la música en vivo, y en la interacción entre bailarines.

Paula, una amiga argentina afincada en Madrid, llevaba un tiempo animándome a visitar la escena madrileña y me habló del Madrid Lindy Exchange. ¿Cómo iba a rechazarlo y más siendo en Madrid? Madrid es una ciudad que siempre te atrae, seas de donde seas. Todo el mundo conoce a alguien allí y todo el mundo alguna vez ha pensado cómo sería vivir allí. Es una ciudad enorme pero acogedora al mismo tiempo porque acogedores son los madrileños y te hacen sentir como en casa desde que pisas Atocha.

El fin de semana fue una pasada. Durante el día pude disfrutar relajadamente de un poco de turisteo y de muchas, muchas cervecitas y tapeo. Paula me presentó a sus amigos lindy hoppers, que, como buenos madrileños, me trataron como a una más desde el principio.
Durante la fiesta del viernes me dijo que se iba a apuntar a la J&J me animó a seguirla. ¿Una Jack&Jill? ¿Pero eso no es para bailarines profesionales? Ante mi cara de pavor Paula me explicó que en una J&J hay niveles y que ésta sería una “Open”, por lo que no importaba si llevabas 2 o 10 años.
“No tengo espíritu competitivo” fue mi excusa, y Paula me dijo, ¿pero te mola bailar, no? Así que pensé, probamos, me echo unos bailes y luego, comentaremos la “actuación” entre risas.

Lo genial de atreverte a hacer algo que te da miedo cuando estás en un lugar desconocido, es que te da menos vergüenza hacer el ridículo. Pero además, pese a no jugar en casa, el ambiente que se respira en las fiestas madrileñas es muy familiar por lo que me sentía cómoda al mismo tiempo.

Al día siguiente, teníamos que llegar al Cats media hora antes para los preliminares. Mientras tomábamos unas cañas en una terracita, me entró el pánico y le dije a Paula que me echaba atrás. Ella, puro carácter argentino contestó que si lo hacía me cortaba los h*****” así que me reí y pedí otro vino.

Repartieron los dorsales y nos ordenaron en dos filas: líderes y followers. Yo veía sonrisas entre las caras pero ninguna conocida. Creía haber visto alguna follower en otras fiestas e incluso en algún vídeo. En mi cabeza no paraba de resonar la misma pregunta una y otra vez, ¿pero qué pinto yo aquí pretendiendo competir con followers mil veces mejores que yo?

En el primero de los 3 turnos de la eliminatoria, me tocó bailar con un chico que nada más saludarme me dijo “lo siento, sólo llevo 2 meses bailando”, a lo que yo le respondí, “No te preocupes, yo tampoco llevo mucho, así que vamos a intentar pasar un buen rato”. Efectivamente, mi leader no tenía mucho ritmo pero yo no quería ponérselo más difícil así que no dejé de sonreírle en ningún momento. De repente, la música paró y nos pidieron volver al lugar original en la fila y ahí me di cuenta de que había superado el primer tramo sin haberme dado cuenta.

En el segundo turno, el tempo era algo más rápido, cosa que yo agradecí, pero el líder con el que bailaba también llevaba poquito tiempo y ejecutaba swing outs y circles de una forma muy similar, lo que hacía que me ofuscase un poco. Pensaba, “Sara, no te amargues, que aquí no hemos venido a competir sino a disfrutar”

Tras las dos rondas yo estaba algo tensa y me sentía fuera de lugar. Llegó el tercer turno. De repente, se acercó mi nuevo líder que, con una sonrisa de par en par me dijo “bueno, no sé muy bien qué hago aquí pero voy a intentar que nos divirtamos durante esta canción”. Cuando oí eso, mi ánimo cambió radicalmente. Sin ser ninguno de los dos buenos bailarines, disfrutamos cada nota de la canción y nuestras sonrisas estaban dibujadas de lado a lado de la cara. Ya no había jueces ni gente mirando, sólo los dos disfrutando como enanos. Cuando terminó la canción nos dimos un largo y caluroso abrazo y le di las gracias por esos tres minutos de risas y swing.

Paula me preguntó qué tal lo había pasado. Con la voz aún nerviosa, le intenté explicar los sentimientos encontrados que había experimentado pero que por el último baile bien había merecido la pena participar. Ella me informó, “las listas con los finalistas saldrán sobre las 11 y las pondrán en la puerta de entrada”. Yo, perpleja, la miré como si le estuviese dando esa información a otra y solté la misma carcajada de incredulidad que si alguien me hubiese dicho que Brad Pitt iba a entrar por la puerta preguntando por mí, y como si la cosa no fuese conmigo le deseé, “pues mucha suerte, Pau, yo me voy a beber un poco de agua y a seguir bailoteando”

En la hora siguiente se sucedieron varios bailes estupendos, ya lejos de la presión de la competición. Bailé por primera vez con José Nacho, un chaval de Valencia con una frondosa barba negra y bouncing buen rollero. Su especialidad eran los giros inesperados de la follower, claro que en el lindy todos los movimientos son improvisados, pero él los ejecutaba con especial destreza. Apenas parecía levantar los pies del suelo, sin embargo tenía un bouncing especialmente marcado y armónico.
En aquella época no era muy habitual pedirle a alguien bailar dos canciones seguidas (o al menos a mí no acostumbraban a pedírmelo) pero nosotros nos saltamos el protocolo y alargamos un poco más. Podría haber bailado con él toda la noche.

Como si de barbudos fuese la noche, le pedí bailar a un chico muchísimo más alto que yo, con gafas y el pelo repeinado, que pensaba que era de Madrid pero mi sorpresa fue escuchar su acento del sur. De un estilo absolutamente diferente a José Nacho, solventó el “problema” de nuestra diferencia de estatura doblando las rodillas a lo Héctor Artal y adoptando una postura mucho más inclinada. Si tuviese que destacar algo de Mario es que hace un arte de la estupidez; combinando a la perfección su estilo elegante con la picaresca de un niño que no para de hacer movimientos, a priori algo cómicos pero que resultan en un espectáculo al que te quieres sumar.

Al poco apareció Paula, que con una sonrisa de oreja a oreja me dijo “¡enhorabuena, cabrona!”. Estaba perpleja cuando se me acercó otra bailarina, y, esta vez con un tono menos… “Pau”, me dio también la enhorabuena y luego el chico de la tercera canción de la eliminatoria me afirmó “en cuanto empezamos a bailar, sabía que tú pasarías”. Estaba claro que hablaban de la J&J pero al mismo tiempo, me resultaba imposible pensar que yo pudiese tener un huequito en una final de semejante competición. Tuve que ver la lista dos veces con mis propios ojos para asegurarme de que se trataba de los finalistas de la J&J y no de la lista del menú. Allí aparecía mi nombre, y yo no sabía si continuar bailando, ponerme a hacer sentadillas, esconderme para empollar vídeos de los cracks o pedir tequila como en las películas de vaqueros.
Tenía sensaciones encontradas, me sentía afortunada por llegar a la final pero un hormigueo dentro me decía que no me lo merecía, que el jurado se equivocó al apuntar mi nombre. Aproveché algún baile más evadirme y espantar esos pensamientos. De repente, la música se detiene y nos llaman a la pista. Adiós a todo el relax que había conseguido. Lidia, una bailarina estupenda que hasta ese momento no conocía en persona, está a mi lado. Ve que mis piernas están temblando y me intenta tranquilizar. No me juego nada pero la audiencia impone.

Rotamos al azar y ante mi aparece José Nacho, el barbudo. ¡No me puedo creer lo afortunada que soy!

Comienza la música y los sentidos se agudizan, concentrados en entrar en el tiempo que nos corresponde. Los primeros ochos son infernales, las piernas se agarrotan y mi bouncing es menor que de costumbre. José Nacho hace de las suyas, pone a prueba mi conexión y yo respondo con resolución.
Conforme la música suena mis nervios disminuyen. Ya no hay jurado, ya no hay presión porque mi líder está bailando conmigo y yo con él y ambos con la música. Aparece esa maravillosa complicidad que sólo el lindy hop es capaz de otorgar a dos desconocidos.
Ya ha pasado lo peor, llega el all skate, rezo para no caerme de los tacones y que las piernas me aguanten. Se oyen los ánimos del público y eso me da energías para saludar en el 7 y el 8 y sonrío, sonrío por fuera todo lo que estoy sonriendo ahora mismo por dentro.

Cuando la canción para yo sólo pienso en abrazar a José Nacho porque gracias a él, a cómo me ha dedicado cada rock step a cómo se ha recreado en mis variaciones y al buen rollo que él y su bouncing sostenían durante cada beat, he disfrutado de una de las mejores experiencias de mi vida. Me merezco un descanso, secarme el sudor y esperar sentada tranquilamente a que anuncien a alguna de las otras parejas como ganadora porque, seamos serios, la suerte ya me ha sonreído bastante esta noche.

Me encuentro tomando un Gin Tonic al fondo de la sala, cosa que rara vez hago cuando bailo. Oigo mi nombre y casi me ahogo al ver a Paula haciendo aspavientos.
Atravieso corriendo una multitud de gente que aplaude, me mira sonriente y yo busco a Jose Nacho como si me hubiese perdido o necesitase que alguien me explicase a qué viene el alboroto. El Jurado ha dicho nuestros nombres, y mi cara de susto se transforma en un abrazo espontáneo y enérgico con mi pareja, que me sostiene en el aire. Dicen que los abrazos de más de 20 segundos son terapéuticos, y generan sustancias naturales cuyos efectos se prolongan más allá del contacto físico. Puedo dar fe de ello. El Swing genera abrazos, el swing es terapéutico como un batido multivitamínico. Dijo Sabina que al lugar donde fuiste feliz no debieras volver. No pienso hacerle caso. Este año vuelvo a por mi dosis de energía. Madrid enamora.


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