Por José Gabás .–
En la mañana del domingo 12 de junio de 2016 el mundo decreta un armisticio. El acuerdo se firma a las afueras del Museo del Prado, oficiando de testigo la estatua de Velázquez. Una multitud de personas salen a la calle por el centro de Madrid montadas en bicicletas sencillas y brillantes (nada de fibra de carbono ni cambios electrónicos). Es la Tweed Ride Madrid. Para celebrarlo se organiza una fiesta en el museo del Traje, un remanso de tranquilidad en mitad de la Complutense, un oasis en medio de la almendra madrileña. Allí se juntan soldados ilesos maquillados con mercromina. Las enfermeras ponen tiritas en el alma. Obreros y burgueses llegan a un acuerdo, y los reporteros gráficos retratan desde sus trípodes a políticos y marqueses.
El Swing vuelve a sonar y mientras la mayoría forman círculos sentados en la hierba algunos se arrancan a bailar. En una furgoneta gris sirven Hendrick’s con rodajas de pepino. Los alquimistas contemporáneos ejercen ahora de expertos ginebreros.
Y toda la escena, los bigotes retorcidos, las pamelas, los velocípedos para los que hay que encaramarse como un trapecista, está ocurriendo ante tu mirada sin filtros ni gránulos de fotografías antiguas.
Un charlestón se va alternando con las conversaciones pausadas. Circula un tándem de dos ruedas y algunos de cuatro piernas. Lydia e Iker se integran dentro en futuras conspiraciones, planes para próximos festivales en los que volverán a encontrarse con parte de esa nueva familia de adopción.
Una pareja trata de tomar fotos con una cámara moderna, se acurrucan juntos para entrar dentro del marco. Al final ella, alta, una melena negra y completamente lisa, te pide ayuda:
-¿Nos podés sacar una foto, por favor? -tiene acento porteño.
La fotografía nunca fue lo tuyo piensas. Tampoco el baile te contesta tu yo pícaro.
-¿de dónde sois? -preguntas curioso.
-De Chile, de Santiago. Estamos aquí unos días por turismo y hemos venido a ver esto.
Podría tratarse de turismo lindyhoppero, como el cultural, el gastronómico, el enólogo, los moteros o tantos otros. Señalas que tú también estás allí de paso o de causalidad, o tal vez no, y recuerdas un profesor que tuviste en tu único taller de aéreos. Sabes que emigró a Chile.
-¡Justo es nuestro profesor! -Se sorprende.
Parece que el Lindy puede unir a dos personas en menos pasos que Facebook. ¡Por algo es Lindy Hop! Justo ellos son tu espíritu de San Luis con el que acabas de saltar el océano.
A las cinco en punto arranca tu AVE de la estación Atocha. Turistas de fin de semana, Erasmus, amantes que vuelven a sus hogares y ejecutivos que van a sus oficinas en una operación salida a la inversa. El tren arranca con disimulo. Te quedas los cascos que ofrece la azafata y abres Spotify. Cualquier lista de las que tienes guardadas servirá, modo aleatorio. Suena Zaz, una joven francesa con aspecto de malabarista de circo. Su música es una macedonia fresca de swing y jazz manouche. Por la ventanilla el verdadero Madrid se despide de ti, mientras prepara coladas, rellena taper-wares, recoge juguetes por los suelos y repara los pedazos rotos de la fiesta de ayer. Cierras los ojos. Paris est toujours Paris, dice la canción. Madrid es siempre Madrid, traduces. Te dejas mecer por el vaivén del tren. Paseas por la orilla de un río que baja mansa y transparente. En este sueño ves patos y no hay residuos de plásticos, ni botellones, ni jeringuillas. A la derecha quedan los palacios allá en lo alto, y la luz cobriza del atardecer se filtra en jirones a través de las ramas de sauces. Y no estás solo, sientes un brazo suave terso que camina a tu lado, y te ilumina la sonrisa clara de Natalie, el azul de sus ojos que se confunde con el azul de Madrid. ¡Oh, Natalie! Quand je regarderai les étoiles, je penserai à toi. Lleva el mismo vestido azul de ayer que realza esa tez pálida y nórdica. Tú llevas una camisa blanca con coderas, y ese pantalón marrón con los zapatos gris claro que te gustan tanto. Da igual que no deslices por madera, porque en los sueños los zapatos no se desgastan. A lo lejos, se oye un runrún de fanfarrias. En tu sueño no llevas gafas al aire, ni tienes miopía, por eso reconoces pronto quiénes son. Ves al negro de los Spirits, con su saxo, tal vez un anacronismo onírico. Reconoces a la Lola, su voz suena descarada en esta escena. Ellos encabezan un desfile de músicos. Don Quijote y El Molino Big Band, los bailarines escoltan la comitiva de locos por el Swing, Lydia e Iker bailan juntos, sus anfitriones los jalean. Desde un promontorio un señor rollizo y malhumorado, como la estatua de Goya, se concentra ante un caballete para haceros un retrato. A vuestras espaldas se ríe Manzanares. Le dices a Natalie que sonría. Tal vez dentro de un tiempo forméis parte de ese cuadro que los visitantes de un museo contemplarán pensativos.
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Tercera entrega de la serie: Crónica del Madrid Lindy Exchange, por José Gabás.
Leer La Batalla. Crónica del Madrid Lindy Exchange. Día 1
Leer Terneras y la invasión francesa. Crónica del Madrid Lindy Exchange. Día 2.
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